Historia para graduados y maestras


por Vicente Nario


(Versión breve de casi cinco siglos de Historia Argentina, al alcance de jóvenes graduados y postgraduados universitarios, y hasta de docentes, todos ellos sin formación patriótica. Recopilada por Edmundo Gelonch Villarino).

Entre los Reinos de América, desde 1520 hasta 1772 – ¡doscientos cincuenta años! – , Argentina apenas figuraba como una provincia del reino del Perú. Las ciudades más próximas a la capital, – Lima, Ciudad de los Reyes -, eran las más importantes: Salta, Tucumán, Córdoba; y del otro lado, Asunción y Santa Fe, de las que aun quedan. Buenos Aires era un pequeño y difícil puerto de contrabandistas, ennoblecido por ser el puesto de guardia occidental del acceso a la Cuenca del Plata, enfrente del buen puerto Oriental, Montevideo.

Con la decadencia de España y el ascenso de los enemigos, – Francia, Inglaterra, Holanda y Portugal – la amenaza marítima también se acrecentó, aumentando la importancia de las defensas del litoral. Así, en 1772, nos elevaron a la clase de Reino, como lo eran Castilla y León, Aragón, Valencia, etc. en la Península, y México, Nueva Granada y el Perú, entre nosotros. Un Reino con el mismo Rey que los otros y que, como sólo dependía del Rey y no de otro reino, en ausencia del Rey, era gobernado por un Vice Rey, como los otros. Y Buenos Aires se hizo el centro geográfico de la defensa y capital del virreinato, a pesar de no ser la ciudad más grande ni tener universidad ni tanto peso político.

Cuando Napoleón se apodera de la España peninsular (1808), todos los Reinos encaran la necesidad de independizarse de él: en 1810 no estaba en los planes independizarse del  Rey, sino recobrar la independencia de Napoleón. Pero la incomprensión de los españoles peninsulares, que al mismo tiempo hacían la guerra a Napoleón y nos peleaban por querer hacer lo mismo, obligó a que nos arregláramos solos desde 1816. Sabe Dios si para eso estábamos preparados. Aunque no tan solos, si contamos con los copamientos de la masonería británica.

El período independiente, con oscilaciones entre defensa y rendición, va desde 1816 a 1852. La derrota militar de Juan Manuel de Rosas, último gobernador independiente, en Caseros, marca el inicio del Período Colonial. Véase si no.

Nos impusieron una constitución, cuando en el mundo casi no las había. Urquiza convocó un congreso Constituyente y eligió a las personas más capaces, más ilustradas y más dispuestas a hacer su voluntad. Y les encargó hacer una Constitución. Pero ellos no sabían qué era una constitución, por lo cual, se lo preguntaron a Urquiza. Pero Urquiza tampoco lo sabía y menos mal que alguien supo que Alberdi acababa de publicar las “Bases y puntos de partida para una Constitución de la Nación Argentina”. Le pidieron a Urquiza que le preguntara a Alberdi qué era una constitución. Como tampoco Alberdi lo tenía tan claro, ni lo había pensado, echó mano a un ejemplar de la Constitución norteamericana y lo hizo traducir de apuro, para responder con algo. Esa versión, mal traducida y con errores de redacción, llegó a los Constituyentes, que le arreglaron un poco el estilo y se la presentaron a Urquiza, como una gran cosa. Urquiza la aceptó, – sospecho que sin leerla -, aunque no le interesara cumplirla: pero le servía de excusa y justificativo de la traición a Rosas, quien la había considerado prematura. Y quedamos constituídos de norteamericanos, independizados de Cristo Rey y esclavizados a la “soberanía popular” manejada por la Banca Internacional.

Esquiú señaló sus males, pero creyó que era menos peor acatar una constitución antinacional y anticristiana, que meterse en un nuevo alzamiento fracasado. Igual, imponer la Constitución costó mucha sangre, sobre todo a las provincias ricas, que más resistieron: especialmente las del Noroeste, desde entonces, castigadas. Y Buenos Aires aprovechó para separarse de la Nación Argentina, hasta la rendición de Urquiza a manos de Mitre, por órdenes de la masonería. La cicatriz de esa separación aún perdura.

Urquiza se había preocupado mucho por la separación de Buenos Aires, pero no le importó nada la separación del Paraguay. Uruguay se había separado por presión de Brasil y por mediación británica a través de la masonería. Y Bolivia se había separado por las herejías y sacrilegios de Castelli y la indiferencia de Rivadavia.

Pero como el Paraguay independizado fue gobernado al modo de Rosas, se engrandeció. Entonces el Brasil nos mandó al frente, con los uruguayos, para destruirlo. De ese genocidio nada nos quedó, porque el Brasil se incorporó el Mato Groso, la mitad del Paraguay vencido, y no nos dio nada. En vez de decir “las uvas están verdes”, Mitre dijo “la victoria no da derechos” y se quedó muy conforme, a pesar de la pérdida de nuestra mejor juventud (los cadáveres, arrojados al río, sirvieron para enfermar de peste a los opositores de aguas abajo).

Por ese entonces se consumó el triunfo de Buenos Aires contra la Argentina, y se impuso la dominación del Poder Internacional del Dinero, gerenciado desde la nueva capital. En un país que no llegaba a tres millones de habitantes, entre Mitre y Sarmiento exterminaron medio millón de criollos para asegurar el triunfo.

Para reemplazar a los muertos y minimizar la proporción de argentinos descontentos, repoblaron el país con inmigrantes extranjeros, desplazados de sus terruños por falta de trabajo y de alimentos, ignorantes de conciencia nacional, y preocupados por obtener frutos de su trabajo, en el mejor de los casos. No sabían qué había pasado antes en estas tierras, y sus nietos siguen sin saberlo y se creen que gobiernan: por eso escribo estas cosas.

A la mano de obra importada le encargaron la extracción de la poca riqueza argentina, vacas y cereales, y empezó la tala  y la desertificación.

La Constitución no funcionó nunca, hasta 1983: primero la entablilló el fraude electoral; después, cuando el Estado se caía de inutilidad y corrupción, salían los militares y ponían la Constitución en terapia intensiva, asumiendo todas las culpas y devolviéndola oxigenada a la circulación, pero cada vez con menos vida, de modo que pronto había que dar otro golpe de Estado para salvarla y restablecerla… Y así sucesivamente.

En 1982, Margaret Thatcher volvió a imponer la Constitución, ahora como explícito castigo por haber querido ser soberanos; y desde entonces, políticos y militares son la fuerza de ocupación británica que asegura el sometimiento. Y nos desarmaron y nos convencieron de que colaborásemos y no nos hiciéramos los locos.

Desde 1983 dicen que la Constitución funciona, y que los argentinos somos felicísimos porque se han restablecido “la prosperidad, la paz interior, y el bienestar general”; y gozamos de todos los derechos humanos y el Poder Judicial es independiente. ¿Quién puede quejarse?

Aunque con el aumento de la Deuda externa y la legislación sodomita, ya no seamos dueños, ni de una ilusión, ni de la vieja hombría. Mientras nos acercamos al descuartizamiento de lo que antes era la Argentina.

Esto es lo esencial: “ser o no ser”. Lo demás, que paso por alto, son detalles.

Córdoba (R.A.), Abril de 2010.

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